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Extraídas del libro “
Una historia en imágenes” de
Alfonso García Rodríguez. |
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primer cliente de Hullera Vasco Leonesa fue Felipe Fernández,
de Pola de Gordón, que el 3 de noviembre de 1893 pagó
la tonelada a 4,50 pesetas. El primer comprador de fuera de
la provincia fue Julios G. Meville, de Barcelona, que solicitó
11 toneladas enviadas a Sabadell. La catedral de León
también recibió el calor de estos carbones.
El 30 de noviembre de 1894 José Fernández Bendicho,
de León, adquiere “10 toneladas de hulla cribada
para la Catedral de dicha ciudad, a 16 ptas.”. Como
pagaron religiosa y puntualmente, les hicieron un descuento
del 2% por pronto pago. |
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La empresa compró el primer macho el día 13 de febrero
de 1894. Este es el detalle de sus gastos.
Por un macho…………………………………..235,00
ptas.
Por arreos para el mismo………………………..53,50
ptas.
Por cepillo, bruza y almohaza para su limpieza… 2,25 ptas.
Por una manta para el mismo…………………….
7,50 ptas.
Posada de él en León y viaje a Santa Lucía……
10,50 ptas.
Por dos sacos de cebada…………………………...1,20
ptas.
Desde el primer momento se utilizaron igualmente bueyes para el
arrastre, y el primero que se compró (27 de mayo de 1895)
costó 275 pesetas, aunque hay que sumar las 22 de los arreos,
las 7,30 de la conducción desde León y las 5 que costó
la estancia en un corral.
Más barato fue el caballo, comprado por estas fechas en Oviedo
por 207 pesetas. Lo que ocurre es que el viaje de ida y vuelta del
comprador a la capital asturiana subió a 35. Y la montura
1,25 –sería el modo de desplazamiento del ingeniero
en los primeros años-. Los gastos originados por su traslado,
19,15.
El burro era mucho más económico, pues uno comprado
en junio de 1895 importó 50 pesetas y la albarda, por su
parte, 12,50.
Cuando unos u otros perdían fuerzas, se vendían. Así
ocurrió, por ejemplo, el último día del siglo
XIX: vendieron un buey a Alfredo Arias por 160 pesetas.
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Uno de los mayores sustos que recibió El Maño
(de Llombera) fue cuando, al pensar que alguien había quedado
enterrado, movilizó todo lo que fue necesario para iniciar
las tareas de rescate. Cuando empezaron, apareció el presunto
enterrado riéndose a carcajada limpia del engaño:
había enterrado sus botas para dar esa impresión.
“suerte que no le ocurrió lo del lobo”, fue el
comentario, risueño, desde la distancia del tiempo.
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Una de las categorías que existían
y que llama más la atención por su vertiente humana,
es la de cocinera. En el siglo XIX y primeras décadas del
XX, existió esta figura, según se puede constatar
ya en 1894. Su función esencial era calentar el pote de
los obreros en un edificio dedicado al efecto en el que había
unas cocinas enormes. Generalmente viuda, percibía como
sueldo en febrero de 1898 56,75 pesetas al mes, fecha en que el
trabajador de interior ganaba 3,18 diarias, y el de exterior 2,05.
Uno de los capataces, Benjamín Calleja, sabía que
una de las cocineras, que era de Llombera, tenía un burro.
Y en cierta ocasión se lo pidió para trabajar en
“una bocamina muy baja” en la que no podían
entrar las mulas.
Convinieron el precio. Y lo llevaba por la mañana María,
la hija de la cocinera. Acabados los trabajos después de
una temporada, y para saber cuánto habían de pagar,
Benjamín Calleja preguntó:
-Oye, María, ¿cuántos días tiene el
burro?
-Ay, don Benjamín… Yo días no sé; pero
años tiene muchísimos…
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Harto de garbanzos.- En diciembre de 1894 se hace ya una mención
expresa a la categoría de cocinera, labor que, en la mayoría
de los casos, realizaba una mujer viuda, alguno de cuyos nombres
–caso de Anastasia Flecha Robles- se ha podido constatar.
Los trabajadores del interior, al tener jornada partida, salían
a comer. Lo mismo hacían los del exterior. Entre unos y otros
aún no se había popularizado la fardela, que llegaría
con la reducción de jornada.
La cocinera preparaba el pote para alguno, aunque la mayoría
de ellos solía llevarlo de casa, en cuyo caso aquélla
sólo había de tenerlo caliente y preparado a la hora.
Por este trabajo, con todas las exigencias inherentes al mismo,
percibía –el dato es de octubre de 1895- una peseta
diaria. A ello había que añadir la obligación
que los trabajadores se habían creado, por tradición,
de verter una cucharada de su pote en uno más grande colocado
en un lugar fijo de la denominada “chabola-cocina”.
Era la ayuda que serviría para la alimentación de
la prole de la cocinera. Cuando regresaba a casa, siempre llevaba
en el cesto la comida de sus hijos, que repetían un día
tras otro el mismo menú.
Con el tiempo, cuando al mayor le llegó la hora, inició
su trabajo en el mismo grupo al que su madre atendía. Cuentan
que, cuando vio la operación de la cucharada en el pote,
no pudo por menos de exclamar:
-Ahora comprendo por qué estaba tan harto de garbanzos.
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Nati, de Villasimpliz, recuerda, con música
y todo, estas estrofas que se cantaban en las huelgas de 1915
y 1917. En algunos posteriores se añadieron nuevas estrofas,
hoy un verdadero documento:
Los esquiroles delante;
Los socialistas, detrás;
Quién los vería correr
Por la peña´l Sardonal
Ay borré, borré, borré,
Borregazos lanudos,
Antes vos dieron p’ol saco
Y ahora vos dieron p’ol culo.
La guardia civil p’ol valle
Meneando los zapatos
Detrás de los socialistas
Que iban por los borregazos.
Ay borré, borré, borré…
La guardia civil p’ol valle
Menean los calzoncillos
Detrás de los socialistas
Que iban por los amarillos´
Ay borré, borré, borré…
Sólo
añadir, como aclaración, que la Peña del
Sardonal está en el valle que da salida al grupo Ciñera.
Y que el valle del texto se refiere al Valle de Esperanza, que
empieza casi a la altura del grupo Fábrica y finaliza pocos
metros antes del grupo Socavón.
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A finales de los años 40, todo aquel que ingresaba
a trabajar por primera vez tenía la obligación de
llevar un paquete de cuarterón, del que fumarían amigablemente
los compañeros más próximos hasta acabarlo.
Quien no lo aceptase, se vería en alguna que otra situación
comprometida.
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La fardela, colgada al brazo sobre chaqueta normalmente de mahón,
fue durante muchos años la portadora de la comida, la merienda.
Y, dada la familiar matanza casera, éste era, junto con el
pan el menú más normal que se comía. Algunos,
especialmente aquellos que no mataban, solían llevar alguna
vez sardinas. Y se intercambiaban. Los de la matanza probaban así
el pescado. Los de las sardinas conocían el sabor de las
delicias de la casa.
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Una de las primeras parejas de andaluces que llegó a trabajar
a esta empresa minera tenía la sana intención de hacer
rápidamente unas perrillas para volver a su tierra, montar
un pequeño negocio –seguramente un bar- y así
poder vivir junto a los suyos. Por eso estaban intrigados al oír
con frecuencia a algunos compañeros de Llombera que los gamones
les venían muy bien. Por eso, de vuelta a casa, solían
llenar en la época un saco diario.
Un buen día los andaluces preguntaron a uno de ellos:
-Oye, ¿para qué son los gamones?
Muy serio contestó:
-Los utilizan en la farmacia para hacer no sé qué
medicina. Suelen pagar unas 500 pesetas por saco…
Así es que los dos amigos, pensando en un sobresueldo que
agilizase el retorno a su tierra, decidieron, al salir del trabajo,
dedicarse a recoger gamones.
Se presentó cada uno con el primer saco en la farmacia de
Santa Lucía.
-No, hombres, por esto nadie les da nada –les dijo con tranquila
bondad el farmacéutico-… pero bueno, para que no resulte
vuestro trabajo baldío, os doy cinco duros para cada uno..,.
Los dos amigos se entendieron con una simple mirada. Salieron.
-Éste –decía uno al otro- nos quiere engañar…
Cuando nos da cinco duros, señal de que vale por lo menos
diez veces más…
Y se presentaron en la farmacia de Pola.
-Nada, hombres, nada -afirmó rotundo, el farmacéutico-.
No los quiero ni regalados. Yo no tengo cerdos…
Los dos amigos son abuelos felices en estas tierras.
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En la década de los cincuenta (1950) había en un grupo
un personaje del que todos conocían su amor por el morapio.
Un día, al llegar a trabajar, el capataz le dijo:
-Tú, p'a casa, que hoy vienes muy mojao.
Observó la escena alguien que no hacía más
de dos semanas que había entrado a trabajar. Y el hombre,
con ganas de disfrutar un día de vacaciones, se mojó
bien mojado en un tajo en el que caía bastante agua. Lo vio
el capataz y no le dijo nada. Cuando marchó, preguntó
a los compañeros por qué a unos les mandaban a casa
por estar mojaos y a otros no. Las risas solucionaron sus dudas.
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Desfiles y limpiezas de verano.-
En invierno no sé qué ocurría. En verano, sin
embargo, llegar hasta el río era como un rito de purificación.
El Torío y el Bernesga aceptaban las abluciones de nuestros
hombres para llevarlas, caminito abajo, hasta la mar, que es el
morir.
El escenario debe retroceder un buen pico de años. ¿treinta
y tantos? ¿cuarenta? En los grupos no existían duchas.
En las casas, más bien pocas. O ninguna. Por supuesto, las
grisáceas “fuscas” de nuestros tiempos eran un
sueño. Y el carbón, negro desde los siglos manchaba
como hoy, quizá un poco más. La salida del turno de
tarde, el que uno ahora recuerda, era un espectáculo. Esto
ocurría en tantos puntos como grupos, en tantos puntos como
pueblos. Esta vez la historia no lleva ni nombres ni apellidos,
porque, de alguna manera, pertenece a la memoria colectiva y se
hace, por ello, más universal. Muchos, al leerlo, es posible
que puedan ver entre líneas el perfil de su propia figura
inmersa en las entonces aguas cristalinas de nuestros ríos.
Bajaban en grupos, charlaban amigablemente, alguna vez los oí
cantar. Dependía, como tantas veces y como tantas cosas,
de las circunstancias.
El rito comenzaba con la llegada a casa. Envolvían la ropa
limpia, para cambiarse, en aquellas inolvidables toallas entre azules
y negras o rojo color oscuro pálido. Lo metían bajo
el brazo y se dirigían al río.
Primer remojón. Y después el enjabonado lento, duro,
casi brusco, de jabón Gurys verde de hierba, o de hierba
verde de jabón que crecía en las márgenes del
río: aquellos tallos que, frota que te frota sobre las palmas
de la mano producían, según la pericia del usuario,
una abundante espuma. O, al menos y sobre todo, espuma gratis. Inevitable
el canturreo simultáneo de aquellas canciones de la época,
casi siempre de un romántico pegajoso. O coplillas más
ligeras, como la que tengo anotada desde entonces en un papel ya
amarillento y viejo, que oí a uno de los “pioneros”
de los baños del río:
Carbón
de cara minera
que en este río te lavas,
cuando llegues a la mar,
saluda a mi marinera.
Y dile que soy capitán
de la profundidad de la tierra,
y allí anclados están
los barcos que no navegan.
Pero navega el amor
en barcos de fina seda,
sedas de carbón muy fino
que hasta tus playas llegan. |
Después del primer enjabonado, un segundo chapuzón
más largo, con predominio de bruscos movimientos de cabeza
para sacar las últimas brozas. Pero se retornaba al jabón
por segunda vez para afinar detalles, hasta una tercera si era sábado
o había cita de amor, boda, amonestaciones, merienda, fiesta,
bailoteo especial, primera comunión, funerales o cualquier
asuntillo que rompiese el normal enfoque de cada día. Algunos
–que todo hay que decirlo- sólo mojaban, con pantalón
puesto, un poco las pantorrillas, la cabeza y la cara, y santaspascuas,
que ya estoy listo.
Alguna vez el nadador se sumergía bajo el agua, junto a una
piedra, y aparecía con una, o dos, truchas. Alguna vez recurría
a un tenedor, con buena punta y aplastado, que escondía tras
unos juncos o mimbres, contenía la respiración, apuntaba
y …¡zas!
La vuelta a casa era interrumpida, casi siempre, por preguntas obligadas:
-Hola, qué, ¿mucho trabajo?
-Como siempre, partiéndose el alma en el tajo.
-Bueno, pero ganaste la comida, ¿verdad?
-¡Coño, claro, y la cena también!
Contestaba mientras seguía su camino. Seguro que llevaba
la cena debajo del brazo.
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